La palabra "vigilante" proviene de los primeros centinelas establecidos en la Antigua Roma durante el gobierno del emperador César Augusto y quienes con el tiempo se convirtieron en la Guardia Pretoriana. Sus funciones eran la de servir como un cuerpo élite para la seguridad del César, ser una especie de fuerza policial que mantenía el orden público en la ciudad y también actuar como bomberos en caso de incendio

El negocio de la seguridad: los aeropuertos

Puse los dos bolsos de mano en la cinta de rayos equis. Me saqué las zapatillas, el cinturón, el reloj y los coloqué en una bandeja que segundos después se perdió también en las fauces de la máquina de escaneado. Con los brazos en alto para facilitar el trabajo del personal privado de seguridad de Barajas, pasé bajo el arco detector de metales.

Del otro lado, la mujer que estaba sentada junto a la máquina detuvo la cinta, levantó la vista de la pantalla con gesto de desaprobación y me dijo que tenía que volver, sacar los objetos electrónicos de los bolsos y ponerlos por separado en bandejas. Uno por cada bandeja.

De las propuestas delirantes que me han hecho en mi vida, esta sin dudas está en lo alto del ranking. Quizás por encima de escribir un blog desde zonas en conflicto.

Tengamos en cuenta que por trabajo llevo en el equipaje de mano dos cámaras, tres discos duros, un ordenador, un Ipad, un UPS, dos teléfonos móviles, una bolsa llena de cables USB y Firewire, docenas de tarjetas de memoria, baterías, antorchas, adaptadores, alargadores, cargadores… la sucesión de bandejas iba a llegar a la otra punta de la Terminal Dos, como mínimo.

Respiré hondo y le expliqué que paso a menudo por Barajas y que nunca antes me habían hecho semejante solicitud.

Agregué, siempre de muy buena manera, que ni en lugares en los que la seguridad es extrema como EEUU o Israel me habían requerido algo parecido. Hasta intenté enseñarle el sello del pasaporte que demostraba que una semana antes había estado en Nueva York.

- Son las órdenes que tengo. Cada objeto electrónico tiene que ir en una bandeja-, insistió sin querer ver las páginas que le estaba mostrando. Y eso que tengo visados de lo más exóticos, coloridos y difíciles de conseguir como los de Somalia y la República Democrática del Congo. Creo que le hubiesen gustado.

Flexibilidad inteligente

Lo primero que pensé fue en ponerme filosófico, en apelar a la razón. Estuve a punto de decirle que si algo define a una persona inteligente es la flexibilidad, que a nada conduce en esta vida el dogmatismo excesivo, tomarse las cosas demasiado al pie de la letra. Para qué ponernos tan solemnes si tarde o temprano todo pasa. Si somos tan efímeros. Pero poco tardé en comprender que llamarla “poco inteligente” no iba a ayudar a arreglar la situación.

Lo que hice entonces fue pedirle algún documento que demostrase que efectivamente era ése el procedimiento de seguridad en Barajas. Quería leer la letra cincelada en piedra, moldeada en hierro, que nadie podía soslayar.

En lugar del documento con las normas, lo que apareció fue un policía. No sé quién lo llamó. Y como el avión que me llevaría a Amsterdam y luego a Tanzania estaba listo para embarcar, decidí que lo mejor era hacerle caso, desarmar el bolso de mano y dejarme de cuestionamientos.

No perdí ningún aparato electrónico ni el vuelo de milagro. Eso sí, el espectáculo que di al correr por los pasillos de la Terminal Dos con las cámaras colgando del hombro, las zapatillas desabrochadas y el cinturón entre los dientes fue tan épico como lamentable.

La bolsita

Esto sucedió el pasado mes de mayo. En el vuelo siguiente, en junio, cuando me venía para Argentina, tuve otro encuentro surrealista con un guardia de seguridad privada de Barajas. Me dijo que los líquidos los tenía que meter en una bolsita.

- Ya los metí en una bolsita, con cierre. Como viajo mucho la preparo en mi casa -, le expliqué sonriente, sacando el contenedor plástico del bolso y meciéndolo en el aire.

- No, usted tiene que usar las bolsitas que le damos en el aeropuerto. La de su casa no sirve.

Demás esta decir que la que él me ofrecía y la que yo había preparado con esmero en mi hogar eran idénticas. Ni sus padres biológicos podrían haber sabido decir cuál era cuál.

No son pocas las anécdotas similares que tengo de Barajas y de tantas otras terminales de España y de otros países. Parece como si los aeropuertos tuvieran una doble función: despachar y recibir a la gente que viaja en avión, y fomentar la arbitrariedad y la opacidad. Como si tras superar su entrada, nuestros derechos como ciudadanos disminuyesen automáticamente.

¿Tan difícil es tener a disposición de los viajeros las normas? ¿No haría esto mucho más rápido aún los procedimientos? ¿Tan complicado es establecer mecanismos de queja para paliar así eventuales abusos? ¿Informar con anticipación si se producen cambios en los procedimientos? No, en pos de la bendita seguridad hay que comportarse como un habitante de Zimbabue: callar, sonreír y seguir para adelante.

La paradoja del asunto es que la seguridad es un grandísimo negocio, de cuyas cifras y crecimiento exponencial iba a escribir en este entrada, pero lo dejo para una próxima oportunidad. Una gestión privada de funciones y recursos públicos que debe conllevar siempre la mayor transparencia posible.

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