Han defendido las libertades en el País Vasco, han sacrificado su vida personal para proteger a otras personas y, ahora, les echan para ahorrar
«No creo que se te ocurra hacerlo».
Mientras lo decía, el escolta (llamémosle D.) se abrió la chaqueta para enseñar su arma. El tipo al que hablaba, que antes se había metido la mano en el bolsillo, miró al escolta y rápidamente hizo una señal a su compañero para largarse corriendo. D. los persiguió: su protegido ya estaba a salvo.
Había salido a dar un paseo y encontrarse con su mujer y su hijo, a los que protegía otro guardaespaldas. Al reunirse, la mujer contó a D. que estaban siendo seguidos por dos tipos. «Yo no estoy ‘‘mordido’’ –dijo D.– les vigilo». Los dos tipos ya reconocían al guardaespaldas de la mujer, pero no a él, escolta del marido. D. tomó un poco de distancia, vio a los dos hombres, los consideró muy sospechosos, como si planeasen algo, un secuestro quizá, y mandó al guardaespaldas de la mujer que metiese a la familia en el coche y que se fuesen «a toda hostia».
La madre entra en el coche, entra el padre, pero el hijo, de repente, se escapa con la bici. El guardaespaldas sale corriendo tras él. D. ve la escena desde lejos y mira a los dos sospechosos, que se han puesto tensos. En su mente la idea es tozuda: él protege al hombre, no al hijo, tampoco a la mujer. Se mueve con ángulo suficiente para intentar ver dónde están el niño y el guardaespaldas, y no perder de vista a los dos tipos. Todo va muy rápido y, a la vez, muy lento.
Por fin el guardaespaldas vuelve con el hijo y la bici. La mete en el maletero. D., que lo observa todo, se va acercando a los sospechosos. Entra el niño en el coche, entra la madre. Va a entrar el padre. Uno de los dos sospechosos se mete la mano en el bolsillo...
Una vida en tensión
La realidad a veces parece ficción y los escoltas en el País Vasco ya están acostumbrados. Para ellos, lo peor no son esos momentos de tensión, ni cuando madrugan, aún de noche y no encienden la luz de la cocina, para no dar pistas por si te vigilan. Lo peor tampoco es mirar debajo del coche todas las mañanas, ni prohibir a los hijos montarse antes que tú. Te acostumbras, incluso, a llegar a casa después del trabajo lleno de escupitajos, de pintura o huevos. Eso no es lo peor, eso no es nada. Lo realmente insoportable es no poder ser sincero con tu hijo. Contarle que eres comercial, que das clase, que tienes que viajar mucho. Pero nunca, nunca decirle que eres escolta.
Porque no se puede decir muy alto en el País Vasco, pese a que los escoltas han sido fundamentales para el desarrollo de las libertades. «Nosotros hemos permitido que la gente vaya a votar, que la bandera de España pueda salir a la calle. Hemos ayudado», cuenta uno. Y ahora les dan la espalda, se olvidan de ellos y se van a la calle, al paro, y a buscarse la vida donde puedan porque la crisis ha recortado también la preocupación por la seguridad. Y porque al amenaza de ETA, por ahora, no existe. Los escoltas están de más.
Han dedicado su vida a la persona que protegían, pero ahora son un bulto extraño. Casi todos viven en un pueblo fuera del País Vasco, donde se conocen y donde les alquilan la casa gente de confianza. Si han conseguido salvar la vida familiar, tienen que soportar la crisis económica con la pareja. Aunque ése el caso más raro. Normalmente se han separado, porque no han sido capaces de compatibilizar la vida familiar y la laboral. Demasiadas horas lejos de casa, con horarios que siempre cambian. Son la sombra incómoda para algunos y necesaria para casi todos. Son los hombres de las gafas de negro (para poder mirar sin que se sepa adónde), que conducen, esperan, vigilan y caminan detrás de su protegido, por el lado derecho si son diestros, para poder sacar el arma con agilidad; por la izquierda si son zurdos. Su misión es ser discretos y a la vez marcar su territorio.
Quien recibe los golpes
Los cargos públicos en el País Vasco se habían acostumbrado a ellos. Ahora es tiempo de despedidas. «Recuerdo en 2004, en un municipio del País Vasco, un día de elecciones. La Ertzainza estaba muy ocupada cubriendo todos los colegios electores con el doble de protección que en el resto de España. Yo fui con mi concejal a votar y al salir nos avisaron de que había unas 300 personas esperándonos. No podían ayudarnos y tampoco íbamos a quedarnos allí dentro todo el día. Salimos, nos metimos entre el tumulto. Yo iba detrás de mi protegido, era más bajo que yo y me dieron con un palo de una bandera que se rompió en mi cabeza. Es mi labor, tuve que protegerle», cuenta un escolta, ahora en paro y que se ha dejado los últimos ocho años de su vida en el País Vasco. «Pero yo al menos trabajaba en las grandes ciudades. Lo peor es cuando estás en un pueblo, cuando tienes que llegar al trabajo 45 minutos antes, con la pistola en la mano, para rastrear el lugar o vas por carreteras estrechas, sin nada a los lados, donde tampoco se ve el horizonte y donde sabes que en cualquier momento puede suceder cualquier cosa».
Su trabajo es evitar la agresión, poniendo todos los medios para que no haya ningún incidente: «A ver, si tenemos dos orejas, dos ojos y sólo una boca, es porque la Naturaleza quería que viésemos y escuchásemos el doble de lo que hablamos. Esa es la labor del escolta–describe el representante sindical de Uso–. Nuestro trabajo es más de precaución que de intervención. Tenemos que ser observadores, muy fríos. No podemos pensar que todo el que parece sospechoso es un posible asesino. Y a la vez, debemos lograr que los vecinos nos vean con naturalidad, no resultar incómodos ni agresivos para ellos». En realidad, para un escolta mejor que lucir cualidades es crear dudas, incertidumbre. Puede que lo mejor sea no hacerse notar.
El estrés es evidente. Pero no es fácil cogerse bajas ni tiempo para descansar. De ellos depende toda la vida del protegido. O, al menos, dependía.
En marzo se dejó sin trabajo a 60 personas entre el País Vasco y Navarra. La decisión de retirar la seguridad se hace tras un análisis entre el Ministerio de Interior y el Departamento de Interior vasco. A veces se deja la protección a la mitad, a veces se retira completamente. Se ha decidido que ex concejales que viven lejos de donde trabajaron ya no necesitan ser protegidos. Eso fue en marzo. Ahora se han retirado 90 servicios en el País Vasco y 40 en Navarra. Y los ex concejales tienen miedo, porque puede que no haya atentados mortales, pero los vándalos siguen ahí. «Es un alto el fuego raquítico», dice uno.
Sin tiempo para reciclarse
«Nosotros tenemos que vernos como oncólogos. Tratamos contra un cáncer. Está claro que si se vence al cáncer o éste se vuelve inofensivo, nosotros sobramos. Creíamos que esto iba a ser para siempre, pero ahora parece que no. Ojalá que se acabe, es lo que queremos todos. Y nosotros tenemos que reciclarnos», afirma otro escolta del País Vasco, aunque éste aún trabaja. Se supone que todos tienen 20 horas anuales para hacer cursos y reciclarse. Pero como tantas veces la teoría está lejos de la práctica. «¿Cuándo cojo yo esas horas? Llevo trabajando cuarenta y tantos días, lejos de casa, sin descanso. Si tomamos las horas, alguien tendrá que sustituirnos. Si nos sustituyen es un gasto más que la empresa pasa al cliente. Y éste no tiene ninguna gana de gastar más». Desde Interior y en el Gobierno vasco se considera ahora que la protección es un lujo. «El comunicado de ETA es el recurso perfecto para continuar con los recortes. Nos hemos dejado la vida y ahora no cuentan con nosotros», se enfadan los escoltas.
Hubo unos años en los que tener protección se convirtió en un modo de demostrar poder. Cuántos más, más importante. «El Pocero» llegó a contratar a cerca de 30 personas para protegerse. Hoy casi todos esos se han quedado sin trabajo. Pero en el norte, cuando la amenaza de ETA era constante, los escoltas eran una necesidad vital para los que no querían plegarse ante el terror.
Una sombra habitual
A mediados de los noventa el PP comenzó a pagarse su seguridad para hacer vida normal en un territorio de riesgo. Las amenazas y el miedo fueron creciendo, los jueces pidieron protección, también los periodistas. Todo el que fuera valiente necesitaba vigilar sus espaldas y el escolta se convirtió en una sombra habitual e imprescindible. El protegido tenía que llamarlo cada vez que hacía un movimiento. Con casi nadie se tiene tanta intimidad como con un escolta y «nosotros no podemos pensar en ellos como si fueran un cliente sin más. Se crea un empatía y una relación muy estrecha. En época electoral–dice uno– oías muchas cosas, comentarios que luego no puedes contar. El secreto confidencial forma parte de nuestro trabajo».
También el miedo. Un compañero sufrió un atentando. Nunca se supo si fue para él o para su protegido. Pero lo sufrió. Los escoltas lo recuerdan y piensan que están preparados para soportarlo. «Yo estuve con un concejal socialista y tuvimos un incidente bastante fuerte. Pero actué sin pensar. Lo que tienes que hacer es lo mejor para la persona para la que trabajas. A veces es defenderle y a veces es cogerle y salir corriendo. Yo actué, lo resolví. Sin más. Después, en casa, me entró la flojera». Tienen recursos para engañarse. Piensan que los ataques no sólo buscan el daño, sino que además, están cargados de simbolismo. Es decir: un atentado bien elaborado, que suponga dinero y trabajo debe tener repercusión mediática. Se habla más de un cargo público que de un escolta.
El futuro, en Irak
Ahora más que miedo por su vida, temen por su futuro. La crisis les estaba afectando como a todo el mundo y vieron cómo se reducían las dietas y cómo les pedían cuentas por cada café que bebían. Ellos aguantaron. Ser escolta es lo que saben hacer. Es su trabajo. Viven de eso. «Queremos que el Ministerio nos utilice también para los casos de violencia de género. Ahora mismo se encarga la policía, pero no son suficientes y nosotros haríamos muy bien». Pero no les hacen caso y se han dado cuenta de que hay que buscarse la vida en otros lados. Un futuro posible es irse lejos, como han hecho algunos, como seguridad privada, allí, a Irak.
Mientras lo decía, el escolta (llamémosle D.) se abrió la chaqueta para enseñar su arma. El tipo al que hablaba, que antes se había metido la mano en el bolsillo, miró al escolta y rápidamente hizo una señal a su compañero para largarse corriendo. D. los persiguió: su protegido ya estaba a salvo.
Había salido a dar un paseo y encontrarse con su mujer y su hijo, a los que protegía otro guardaespaldas. Al reunirse, la mujer contó a D. que estaban siendo seguidos por dos tipos. «Yo no estoy ‘‘mordido’’ –dijo D.– les vigilo». Los dos tipos ya reconocían al guardaespaldas de la mujer, pero no a él, escolta del marido. D. tomó un poco de distancia, vio a los dos hombres, los consideró muy sospechosos, como si planeasen algo, un secuestro quizá, y mandó al guardaespaldas de la mujer que metiese a la familia en el coche y que se fuesen «a toda hostia».
La madre entra en el coche, entra el padre, pero el hijo, de repente, se escapa con la bici. El guardaespaldas sale corriendo tras él. D. ve la escena desde lejos y mira a los dos sospechosos, que se han puesto tensos. En su mente la idea es tozuda: él protege al hombre, no al hijo, tampoco a la mujer. Se mueve con ángulo suficiente para intentar ver dónde están el niño y el guardaespaldas, y no perder de vista a los dos tipos. Todo va muy rápido y, a la vez, muy lento.
Por fin el guardaespaldas vuelve con el hijo y la bici. La mete en el maletero. D., que lo observa todo, se va acercando a los sospechosos. Entra el niño en el coche, entra la madre. Va a entrar el padre. Uno de los dos sospechosos se mete la mano en el bolsillo...
Una vida en tensión
La realidad a veces parece ficción y los escoltas en el País Vasco ya están acostumbrados. Para ellos, lo peor no son esos momentos de tensión, ni cuando madrugan, aún de noche y no encienden la luz de la cocina, para no dar pistas por si te vigilan. Lo peor tampoco es mirar debajo del coche todas las mañanas, ni prohibir a los hijos montarse antes que tú. Te acostumbras, incluso, a llegar a casa después del trabajo lleno de escupitajos, de pintura o huevos. Eso no es lo peor, eso no es nada. Lo realmente insoportable es no poder ser sincero con tu hijo. Contarle que eres comercial, que das clase, que tienes que viajar mucho. Pero nunca, nunca decirle que eres escolta.
Porque no se puede decir muy alto en el País Vasco, pese a que los escoltas han sido fundamentales para el desarrollo de las libertades. «Nosotros hemos permitido que la gente vaya a votar, que la bandera de España pueda salir a la calle. Hemos ayudado», cuenta uno. Y ahora les dan la espalda, se olvidan de ellos y se van a la calle, al paro, y a buscarse la vida donde puedan porque la crisis ha recortado también la preocupación por la seguridad. Y porque al amenaza de ETA, por ahora, no existe. Los escoltas están de más.
Han dedicado su vida a la persona que protegían, pero ahora son un bulto extraño. Casi todos viven en un pueblo fuera del País Vasco, donde se conocen y donde les alquilan la casa gente de confianza. Si han conseguido salvar la vida familiar, tienen que soportar la crisis económica con la pareja. Aunque ése el caso más raro. Normalmente se han separado, porque no han sido capaces de compatibilizar la vida familiar y la laboral. Demasiadas horas lejos de casa, con horarios que siempre cambian. Son la sombra incómoda para algunos y necesaria para casi todos. Son los hombres de las gafas de negro (para poder mirar sin que se sepa adónde), que conducen, esperan, vigilan y caminan detrás de su protegido, por el lado derecho si son diestros, para poder sacar el arma con agilidad; por la izquierda si son zurdos. Su misión es ser discretos y a la vez marcar su territorio.
Quien recibe los golpes
Los cargos públicos en el País Vasco se habían acostumbrado a ellos. Ahora es tiempo de despedidas. «Recuerdo en 2004, en un municipio del País Vasco, un día de elecciones. La Ertzainza estaba muy ocupada cubriendo todos los colegios electores con el doble de protección que en el resto de España. Yo fui con mi concejal a votar y al salir nos avisaron de que había unas 300 personas esperándonos. No podían ayudarnos y tampoco íbamos a quedarnos allí dentro todo el día. Salimos, nos metimos entre el tumulto. Yo iba detrás de mi protegido, era más bajo que yo y me dieron con un palo de una bandera que se rompió en mi cabeza. Es mi labor, tuve que protegerle», cuenta un escolta, ahora en paro y que se ha dejado los últimos ocho años de su vida en el País Vasco. «Pero yo al menos trabajaba en las grandes ciudades. Lo peor es cuando estás en un pueblo, cuando tienes que llegar al trabajo 45 minutos antes, con la pistola en la mano, para rastrear el lugar o vas por carreteras estrechas, sin nada a los lados, donde tampoco se ve el horizonte y donde sabes que en cualquier momento puede suceder cualquier cosa».
Su trabajo es evitar la agresión, poniendo todos los medios para que no haya ningún incidente: «A ver, si tenemos dos orejas, dos ojos y sólo una boca, es porque la Naturaleza quería que viésemos y escuchásemos el doble de lo que hablamos. Esa es la labor del escolta–describe el representante sindical de Uso–. Nuestro trabajo es más de precaución que de intervención. Tenemos que ser observadores, muy fríos. No podemos pensar que todo el que parece sospechoso es un posible asesino. Y a la vez, debemos lograr que los vecinos nos vean con naturalidad, no resultar incómodos ni agresivos para ellos». En realidad, para un escolta mejor que lucir cualidades es crear dudas, incertidumbre. Puede que lo mejor sea no hacerse notar.
El estrés es evidente. Pero no es fácil cogerse bajas ni tiempo para descansar. De ellos depende toda la vida del protegido. O, al menos, dependía.
En marzo se dejó sin trabajo a 60 personas entre el País Vasco y Navarra. La decisión de retirar la seguridad se hace tras un análisis entre el Ministerio de Interior y el Departamento de Interior vasco. A veces se deja la protección a la mitad, a veces se retira completamente. Se ha decidido que ex concejales que viven lejos de donde trabajaron ya no necesitan ser protegidos. Eso fue en marzo. Ahora se han retirado 90 servicios en el País Vasco y 40 en Navarra. Y los ex concejales tienen miedo, porque puede que no haya atentados mortales, pero los vándalos siguen ahí. «Es un alto el fuego raquítico», dice uno.
Sin tiempo para reciclarse
«Nosotros tenemos que vernos como oncólogos. Tratamos contra un cáncer. Está claro que si se vence al cáncer o éste se vuelve inofensivo, nosotros sobramos. Creíamos que esto iba a ser para siempre, pero ahora parece que no. Ojalá que se acabe, es lo que queremos todos. Y nosotros tenemos que reciclarnos», afirma otro escolta del País Vasco, aunque éste aún trabaja. Se supone que todos tienen 20 horas anuales para hacer cursos y reciclarse. Pero como tantas veces la teoría está lejos de la práctica. «¿Cuándo cojo yo esas horas? Llevo trabajando cuarenta y tantos días, lejos de casa, sin descanso. Si tomamos las horas, alguien tendrá que sustituirnos. Si nos sustituyen es un gasto más que la empresa pasa al cliente. Y éste no tiene ninguna gana de gastar más». Desde Interior y en el Gobierno vasco se considera ahora que la protección es un lujo. «El comunicado de ETA es el recurso perfecto para continuar con los recortes. Nos hemos dejado la vida y ahora no cuentan con nosotros», se enfadan los escoltas.
Hubo unos años en los que tener protección se convirtió en un modo de demostrar poder. Cuántos más, más importante. «El Pocero» llegó a contratar a cerca de 30 personas para protegerse. Hoy casi todos esos se han quedado sin trabajo. Pero en el norte, cuando la amenaza de ETA era constante, los escoltas eran una necesidad vital para los que no querían plegarse ante el terror.
Una sombra habitual
A mediados de los noventa el PP comenzó a pagarse su seguridad para hacer vida normal en un territorio de riesgo. Las amenazas y el miedo fueron creciendo, los jueces pidieron protección, también los periodistas. Todo el que fuera valiente necesitaba vigilar sus espaldas y el escolta se convirtió en una sombra habitual e imprescindible. El protegido tenía que llamarlo cada vez que hacía un movimiento. Con casi nadie se tiene tanta intimidad como con un escolta y «nosotros no podemos pensar en ellos como si fueran un cliente sin más. Se crea un empatía y una relación muy estrecha. En época electoral–dice uno– oías muchas cosas, comentarios que luego no puedes contar. El secreto confidencial forma parte de nuestro trabajo».
También el miedo. Un compañero sufrió un atentando. Nunca se supo si fue para él o para su protegido. Pero lo sufrió. Los escoltas lo recuerdan y piensan que están preparados para soportarlo. «Yo estuve con un concejal socialista y tuvimos un incidente bastante fuerte. Pero actué sin pensar. Lo que tienes que hacer es lo mejor para la persona para la que trabajas. A veces es defenderle y a veces es cogerle y salir corriendo. Yo actué, lo resolví. Sin más. Después, en casa, me entró la flojera». Tienen recursos para engañarse. Piensan que los ataques no sólo buscan el daño, sino que además, están cargados de simbolismo. Es decir: un atentado bien elaborado, que suponga dinero y trabajo debe tener repercusión mediática. Se habla más de un cargo público que de un escolta.
El futuro, en Irak
Ahora más que miedo por su vida, temen por su futuro. La crisis les estaba afectando como a todo el mundo y vieron cómo se reducían las dietas y cómo les pedían cuentas por cada café que bebían. Ellos aguantaron. Ser escolta es lo que saben hacer. Es su trabajo. Viven de eso. «Queremos que el Ministerio nos utilice también para los casos de violencia de género. Ahora mismo se encarga la policía, pero no son suficientes y nosotros haríamos muy bien». Pero no les hacen caso y se han dado cuenta de que hay que buscarse la vida en otros lados. Un futuro posible es irse lejos, como han hecho algunos, como seguridad privada, allí, a Irak.
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